A propósito de la corrupción y el desarrollo
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El texto que sigue recoge parte de las consideraciones de Rafael Domínguez en el tribunal de la Tesis Doctoral de Laura Alcalde, ¿Es la corrupción un obstáculo al desarrollo y al crecimiento económico?, que, bajo la dirección de José María Larrú, fue defendida en la Universidad San Pablo CEU (Madrid) el 16 de abril de 2015.


Uno de los males mayores de la economía en la actualidad es dedicarse a confirmar una y otra vez marcos teóricos tautológicos, en este caso, el que establecen los organismos multilaterales sobre el tema de la corrupción. Pero el problema de este marco es que sus preguntas son muy parciales y sesgadas, y en gran parte son irrelevantes para abordar el problema real. Como señala Chang (“Institutions and economic development: theory, policy and history”, Journal of Insitutional Economics, 2011) muchas de las definiciones que manejan estos organismos son tan específicas (de EEUU y el Reino Unido) como tramposas: la corrupción siempre es cosa de los países en desarrollo. Pero tanto los índices de Transparencia Internacional como del Banco Mundial están hechos a partir de encuestas a expertos que comparten esta visión, que consideran la corrupción como una cuestión del sector público y que analizan la relación entre corrupción y desarrollo sin atender a la causalidad reversa. Si miramos la realidad cotidiana, sin necesidad de buscar lejos, vemos que aunque es probable que la densidad de la corrupción sea más elevada en los países en desarrollo, en los nuestros tenemos serios problemas de corrupción, que afectan a ex ministros del gobierno de la nación y a ex presidentes y consejeros de las comunidades autónomas, todo ello dentro de una estructura institucional europea presidida por el señor de las tax rules, que se llama Jean Claude Juncker.


Partiendo del supuesto de que la corrupción es omnipresente y, como dice la declaración final de Busan es “una plaga global que socava gravemente el desarrollo, desviando recursos que podrían aprovecharse para financiar el desarrollo”, hay que tener en cuenta también que la corrupción es un fenómeno muy heterogéneo y que no habita exclusivamente en los países en desarrollo. La corrupción no solo es la pequeña corrupción, sino la captura del Estado, que es básicamente lo que existe con nuestro sistema de financiación de partidos políticos, puertas giratorias y regulaciones en contra del interés público para defender el crony capitalism (capitalismo de los amigos). Por eso, muchas veces se aborda la corrupción como si fuera efectivamente un problema de los países en desarrollo (podríamos decir, la corrupción son los otros). En este punto, Eurostat tiene encuestas no a expertos, sino a la población de la UE28 y a la pregunta de cuán extendida cree usted que está la corrupción en su país, la respuesta “totalmente extendida” es del 76% para el promedio europeo, con cinco campeones que van desde el 95 al 99% y que en esa mala dirección son República Checa, España, Lituania, Italia y Grecia. Cuando se habla por ejemplo de los factores sociológicos y antropológicos de la corrupción y de que los funcionarios públicos están más inclinados a favorecer a sus familiares en aquellas sociedades en que los vínculos familiares o tribales son más fuertes, no hace falta mirar a El Salvador, Nicaragua, Bolivia y Paraguay, solo basta ver las noticias sobre nuestro Tribunal de Cuentas, que es un prodigio de defensa de los valores familiares. O cuando se dice que los jueces son designados por el poder político en Colombia y Argentina, no hay que olvidar cómo se nombran los presidentes de los tribunales superiores de justicia de las comunidades autónomas o los miembros del Consejo general del poder judicial en nuestro país.


Los organismos multilaterales que truenan contra la corrupción tienen al frente a gente como Luis Alberto Moreno, actual presidente del BID, que cuando estuvo de director gerene del Banco del Pacífico en Colombia fue acusado de peculado y salvado in extremis por el gobierno de Pastrana nombrándole embajador en Washington. O que el PNUD pertenece al sistema que describe la famosa monografía de Eric Frattini (ONU. Historia de la corrupción, 2005), donde en 2010, la directora de la Oficina de Supervisión de Servicios Internos (OIOS), que se creó en 1994 para combatir la corrupción dentro de NNUU, la auditora sueca Inga-Britt Ahlenius dimitió acusando al Secretario General, Ban Ki Moon, de bloquear su labor.


Por su parte, la Convención de NNUU contra la corrupción (2003) dedica un artículo completo a la corrupción en y del sector privado (art. 12). Y es que la corrupción es cosa de dos, por eso tal proliferación de regulaciones internacionales sobre la corrupción en el sector privado: el Convenio de la OCDE contra el soborno internacional de 1997, que convierte el soborno empresarial en el extranjero en delito en el país de origen de la firma que realiza el soborno); la Ley Sabarnes-Oaxley en EEUU de 2002 contra la corrupción corporativa; o el Acuerdo anticorrupción de los Bancos Multilaterales y Regionales de Desarrollo de 2010, por el cual estas instituciones se reconocen mutuamente las decisiones de inhabilitar a empresas y personas que se hayan visto involucradas en irregularidades en proyectos de desarrollo financiados por ellos. El problema es que si la corrupción también proviene del sector privado, los índices que se utilizan para medirla se refieren a la definición restrictiva de la corrupción como asunto del sector público.


En cualquier caso, la prueba de fuego es verificar si la corrupción afecta al crecimiento y al desarrollo. La literatura especializada diferencia entre corrupción desarrollista, la que se basa en engrasar la burocracia (la que podemos encontrar en la OCDE y países como India, China, Nigeria o República Democrática del Congo, en los puestos 84, 100, 136 y 154 del Índice de Percepción de Corrupción de TI sobre 174 países, y que están entre los de mayor crecimiento del mundo en estos últimos años) y la degenerativa (que es un puro juego de suma cero o cleptocracia). Lo cual enlaza con los determinantes de la corrupción, donde es necesario tomar en consideración el tema clave de la desigualdad. La desigualdad, que hasta el FMI considera ahora negativa para el crecimiento, es el principal factor determinante de la gran corrupción, y no debería ser mezclada con la pequeña corrupción: hacer un regalo a una enfermera para que te atienda mejor no es lo mismo que la captura del Estado. En la medición de la desigualdad es necesario empezar a sustituir el índice de Gini, que es muy sensible a la distribución en los tres quintiles centrales, por el índice de Palma, que es el que mejor refleja la desigualdad (mide el cociente 10/40) un asunto que tiene que ver con la parte que toman los ricos del ingreso nacional. Utilizar como determinantes de la corrupción los bajos salarios de los funcionarios, policías, maestros y médicos expresa justamente el problema de la desigualdad, que se debe a que los ricos no pagan suficientes impuestos e influyen mediante lobby o mediante captura del Estado (gran corrupción) en las reglas tributarias para seguir pagando poco. Por eso, las recomendaciones de ampliar la base fiscal para combatir la corrupción serían de recibo si estuvieran acompañadas de otra recomendación para hacer efectiva la suficiencia financiera mediante una verdadera progresividad de la tributación. En ese aspecto, la elusión y evasión fiscal debería ser considerada, siguiendo a Oxfam (Iguales: acabemos con la desigualdad extrema, 2014), como la principal manifestación de la corrupción tanto en los países desarrollados como en desarrollo.


Asimismo, asumir que la agenda de descentralización es una herramienta eficaz en la lucha contra la corrupción parece a estas alturas bastante ingenuo: nuestra realidad inmediata pone de relieve que la descentralización lo que permite es desequilibrar aun más la balanza de poder entre el sector público y el privado, facilitando a este último la captura del regulador.


En definitiva, más que un obstáculo, la corrupción es un desacelerador del crecimiento, un lastre con el que hay que cargar en el proceso de desarrollo y soltar lo más deprisa posible. Más que generar desigualdades, la corrupción amplifica y reproduce las desigualdades existentes que son su causa principal. Y en ese sentido, la corrupción debería entenderse desde el punto de vista de la acción colectiva en el marco de las trampas de desigualdad y en los pactos sociales-fiscales que se necesitan urgentemente para escapar de las mismas.