El caso Volkswagen y otros más (por ejemplo el del HSBC, implicado en un fraude fiscal masivo, mientras se situaba como primera empresa en el FTSE4Good del Reino Unido y cuarta en FTSE4Good Europe en 2014) demuestran que la Responsabilidad Social Empresarial tiene que dejar de ser voluntaria porque se ha convertido en una Retórica Sistemáticamente Embustera. El caso de Volskwagen es paradigmático y ya han surgido voces en Reino Unido (The Telegraph) que proponen suprimir los 19 mil millones que anualmente se gastan las grandes compañías en RSC para que los dediquen a pagar mejores salarios a sus trabajadores y a reducir los precios de sus productos.
Entre los grandes consultores internacionales especializados en el tema cunde el pánico porque ya se empieza a hablar de que la RSC ha muerto. Todo esto no es nuevo porque los críticos de la RSC consideran que la pretensión de esta estrategia de integrar la dimensión ética en la empresa (tal y como propone Naciones Unidas) es imposible, porque en el ADN de estas organizaciones psicópatas (incapaces de comportarse de acuerdo a las normas sociales y aceptan la violación de los estándares éticos sin ningún tipo de remordimiento) está la lógica de que los medios (aumentar el valor y dividendo de las acciones) se subordinan a los fines. El movimiento de la muerte de la RSC es, así, un realineamiento de las empresas con esta triste verdad.
Pero no se trata de enterrar una buena idea que surgió de la demanda de la sociedad en la década de 1960 para frenar el poder de las grandes corporaciones, sino justamente de hacerla operativa. En la UE todas las directivas comunitarias han seguido insistiendo en el carácter voluntario, cuando es evidente que hay fallo de mercado y que las empresas se aprovechan de la no regulación de lo que dicen que hacen para hacer lo contrario de lo que dicen. Como mínimo debería exigírseles el cumplimiento de la ley (incluyendo sus obligaciones fiscales) y luego ya vendrá toda esa retórica del valor compartido (el caso reciente de Nestlé en India, denunciada este verano por transgredir la legislación sanitaria por exceso de plomo, es también bastante representativo de esta crisis total de la RSC). La hipótesis de la psicopatía corporativa se cumple una y otra vez. Es necesaria una mayor intervención del Estado.
Sin duda, las grandes empresas se benefician de una serie de bienes comunes que proporcionan los gobiernos a través de los impuestos que paga toda la sociedad, así que, solo por esto, deberían devolver una parte o compartir el valor con aquella. Y esto no se puede concretar en un acto voluntario que se comunica en una memoria (de sostenibilidad) sin un control público. Por ahí debería empezar la legislación. El gobierno tiene que vigilar el cumplimiento de lo que denomino el tercer mandamiento de la RSC: cumplirás tu palabra haciendo aquello a lo que voluntariamente te has comprometido. Y, claro, también el cumplimiento del primero (no publicitarás como RSE lo que legalmente tienes que cumplir) y del segundo (no mentirás en vano diciendo que eres responsable si no cumples primero tus obligaciones legales).
Hay que empezar a cerrar la brecha abismal entre la teoría y la práctica de la RSC si no se la quiere dejar morir. Estamos cansados de contar a los estudiantes que la RSC ahora se postula como estratégica (formando parte del núcleo duro de la gestión o siendo transversal a varios departamentos) e incluso sistémica (intentando ser parte de la solución a los problemas del desarrollo sostenible global). Pero en la práctica se reduce a un departamento de relaciones públicas, que realiza acciones simbólicas con el fin de eludir regulaciones vinculantes (RSC defensiva) o paliar externalidades negativas (RSC caritativa). La RSC se convierte, de esta manera, en un compromiso ceremonial y una hipocresía organizada que cuando llega la crisis es el primer departamento de las grandes empresas que ve recortado sus fondos. Ello evidencia que la inversión en RSC no es sustantiva sino instrumental: es un medio para mejorar reputación o ganar legitimidad. El problema es que, como dijo Warren Buffet, se necesitan 20 años para construir una buena reputación y cinco minutos para arruinarla.
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