Rafael Domínguez, Alianzas para el desarrollo. Taller CESAL, Madrid, 23 de marzo
En este apunte, que fue la base de mi intervención en el taller de CESAL sobre Alizanzas para el Desarrollo (Madrid, 23 de marzo de 2012) defiendo el alineamiento de España con otros grandes donantes en la aplicación del instrumento de cooperación que son las Alianzas Público-Privadas para el Desarrollo (APPD).
España es un superpotencia mundial en Responsabilidad Social Empresarial (RSE). Nada menos que el 13% de las empresas suscriptoras del Pacto Mundial son españolas. España tiene además un porcentaje superior de empresas activas en el Pacto (más del 82%) frente a la media mundial del 79%. Entre 2004 y 2008 fuimos el primer país del mundo por número de empresas que reportaban sus memorias de sostenibilidad según el estándar GRI, y desde 2009 nos mantenemos en el segundo lugar, por detrás de EEUU, con 178 empresas españolas en 2010 (año, que son casi el 9% del total mundial de empresas del GRI. Dentro del programa de diferenciación del Pacto Mundial que se inició a fines de 2010, ya hay cinco empresas españolas, del total de 56, que se han sumado a la iniciativa LEAD, lo que les otorga el estatus de Advance; y hay 22 empresas españolas, del total de 123, esto es, el 18%, que han suscrito los Principios de Empoderamiento de las Mujeres, que son la base de uno de los grupos de trabajo más activos del programa de diferenciación, siendo la participación en este y otros grupos sobre clima o derechos humanos elemento calificador para conseguir el estatus de Advance.
Pese a todas estas cifras y consecuciones, el Plan Director de 2009-2012 y la Estrategia de Crecimiento Económico y Promoción del Tejido Empresarial de 2011 se limitaron a la apelación retórica de avanzar en los diálogos entre la AECID y el sector privado para la creación de APPD. El grupo de trabajo del CERSE sobre RSC tampoco concretó nada en su informe de posicionamiento emitido en mayo de 2011, más allá de glosar lo que decían estos documentos. En definitiva, ni el III Plan, que repite lo que ya decía el II, ni la Estrategia formularon objetivos concretos y medibles en materia de alianzas para el desarrollo, apelando a la paralizante teoría del largo camino por recorrer.
La AECID, además, no estableció los canales adecuados de interlocución, no fijó los modelos de relación público privados con los que pudiera dirigirse a las empresas buscando su colaboración estratégica en el desarrollo, ni seleccionó las capacidades analíticas y de gestión para tener un responsable que las empresas identificaran como interlocutor válido y de confianza. Todo ello sobre el trasfondo de una cultura institucional marcada por el recelo y la deslegitimación de la empresa como actor de la cooperación al desarrollo (pese a lo que dice la LCID desde 1998), omnipresente entre los asesores y funcionarios de base de la burocracia de la Agencia, salvo contadas excepciones, y de la que no está exento tampoco el cuerpo diplomático. Y, para rematar la faena, la AECID operó con una estrategia errada de negociación (pensando que podía relacionarse con las empresas con la misma metodología que con las ONG), al elegir como interlocutor a la CEOE-CEPYME, en vez de identificar un grupo meta de empresas (por ejemplo las del IBEX 35 que participaran en el Pacto Mundial y que hubieran mantenido su estatus activo en ese estándar durante un período mínimo de, por ejemplo, dos años). Es sintomático que la mayor consecución en materia de alianzas para el desarrollo surgiera del anterior Ministerio de Sanidad y Política Social, en colaboración con la Fundación Bill y Melinda Gates y el Instituto Carlos Slim de la Salud (la APPD Salud Mesoamérica 2015).
Por tanto, en lo inmediato es la AECID la que tiene que mover ficha para facilitar un papel más activo del sector privado en la creación de APPD. Ello pasa, en primer lugar, por ofrecer a las empresas modelos estandarizados de colaboración, que ya están perfectamente establecidos en la experiencia de Agencias como la GIZ, a saber: APPD para explorar nuevas oportunidades de negocio en los países socios, a través de inversiones y proyectos piloto que faciliten la licencia social para operar en el futuro; APPD con empresas ya establecidas para que desarrollen programas de RSE generando valor compartido con la sociedad; y APPD con empresas que ya realicen actividades de desarrollo más allá de sus obligaciones legales en los países socios.
Además de clarificar los modelos de relación, la AECID debe intentar, en segundo lugar, allegar fondos y capacidades del sector empresarial a la política pública, que –reconozcámoslo, va a estar muy necesitada de aportes externos–. Ello supone tres transformaciones de calado en la Agencia: a) un cambio radical de cultura de gestión, abandonando la mentalidad anti-empresa; b) ofrecer una cartera de proyectos que sean sinérgicos con la misión de las empresas-objetivo y sus fundaciones, lo que supone aligerar también el lastre de corporativismo de los diplomáticos en relación al papel de las empresas en la cooperación; y c) dotarse de las capacidades de capital humano y social para el marketing y la relación con los nuevos clientes/proveedores que serían estas empresas colaboradoras.
Finalmente, la AECID debe impulsar un programa de inmersión cruzada, que forme en cooperación y desarrollo a los interlocutores empresariales de las alianzas, y en cultura general empresarial al personal que esté operativo para relacionarse con las empresas dentro de la Agencia. Este programa debería permitir el alineamiento de las empresas con la política pública de desarrollo en general (y particularmente de algunas mega-iniciativas como Universia o Proniño), reducir las asimetrías y los problemas de información imperfecta, y suavizar las futuras tensiones derivadas de las distintas culturas de decisión.
Estas tres propuestas sobre clarificación de modelos, atracción de fondos y capacidades del sector empresarial y formación de actores mediante inmersión cruzada, deberían recogerse en el siguiente Plan Director (un programa que podríamos llamar arrimar el hombro), con indicadores objetivamente verificables, actividades medibles en cantidades allegadas, gente formada y número de proyectos creados, así como objetivos concretos de convergencia con las mejores prácticas de otras agencias. Y todo ello de acuerdo a un cronograma escalado con las actividades realizadas de formación y suma de voluntades en los dos primeros años, una evaluación de diseño al final del ciclo de planificación, y después, la evaluación por resultados de las propias APPD creadas.
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